Vida después de la vida

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No solía ir mucho por la casa de Domingo, pero ese fin de semana lo llamé y lo embarqué enseguida. Por la zona cuesta mucho aparcar, mucho mucho; pero los que dejamos el coche en el garaje y nos dedicamos a caminar no tenemos esos problemas. Así que en unos veinte minutos ya subía a la vivienda. Era un tercer piso. A Domingo le gustaba tener la casa abierta para que corriera en aire y que nadie le recriminara todo lo que fumaba allí dentro; lo malo es que a esa hora el escándalo de la calle era notable, como en casi todo el centro. Por un momento, el ruido se incrementó notablemente debido a la bocina de un coche que insistía en llamar la atención y casi no permitía que mi amigo y yo siguiésemos con la conversación. La vida del jubilado consiste en hacer las cosas distendido y sin prisas, pero aquello era desesperante.

Al asomarnos a la ventana vimos que se trataba de un vehículo que estaba bloqueado por otro aparcado en doble fila. Lo peor era que el que estaba mal aparcado estaba perfectamente cerrado y sin nadie dentro, lo que causaba la desesperación del que tocaba frenéticamente el claxon. Entonces, sin pensarlo mucho, me alongué un poco más de la cuenta y chillé: ¡Muchacho, muchacho!, hasta que conseguí llamar la atención de otros que avisaron al que estaba dentro del coche, y entonces le dije, con el mismo tono: ¡No seas cardiaco, enseguida bajo; me termino de tomar el cafecito y no tardo nada! Domingo tiró de mí y me insultó, preocupado, porque aquella era su casa y yo al final me iría. Desde luego, no me fui cuando él quería; conseguí convencerle de irme un tiempo después de que aquel pobre desgraciado saliese con su coche. Y, aunque a mi amigo le cueste reconocerlo, nos reíamos con esas cositas y aún lo hacemos.

Por ejemplo, el otro día fui al centro y entré en Correos a recoger un paquete que me había llegado, sin tardar en la gestión ni cinco minutos.
Cuando salí y llegué al coche que estaba en la puerta, y un Policía Local lo multaba por estacionamiento prohibido.

Rápidamente, me acerqué a él y le dije:

– ¡Vaya hombre, no he tardado ni cinco minutos…! Que se le vea un gesto con las personas mayores…

Me ignoró totalmente y siguió con lo suyo.

Imagino que me pasé un poco cuando le dije que no tenía vergüenza. Me miró fríamente y empezó a llenar otra infracción alegando que, además, no tenía la pegatina de la ITV. Entonces le grité, sin pensarlo, y lo llamé papafrita; y además le hice saber que no entendía cómo le habían dejado entrar en la Policía.

Él acabó con la segunda infracción, la colocó debajo del limpiaparabrisas, y empezó con una tercera.

No me achiqué y estuve así durante unos 20 minutos llamándole de todo.

Por cada insulto, respondía con una nueva infracción. Con cada infracción que llenaba, se le dibujaba una sonrisa que reflejaba la satisfacción de la venganza.

Después de la enésima infracción, se le quitó radicalmente la sonrisa, cuando le dije:- Lo siento. Le tengo que dejar, creo que esa es mi guagua.

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