El arcoíris invisible

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Como en la historia de los peces y el pan que alcanzaban para todos, él tenía amor para repartir sin fin. Tenía asumido que el celibato era solo una promesa de no casarse, y no el de renunciar al sexo y al amor que traía implícito, como otros creían. Por eso no se refrenaba para repartir amor entre aquellas criaturas inocentes que le confesaban su homosexualidad: en realidad, nunca amarró a ninguno para que aceptara aquellas satisfactorias aventuras y tenía seguridad de que estaba bien el amor en cualquiera de sus formas.

Al oírse cerrar la puerta de la vicaría, se asomó y lo vio caminar de espaldas. Fuera estaba la calle mojada, pero un Sol radiante hacía humear el asfalto.

Su mejor amigo sabía su condición sexual y lo respetaba. Le encantaba aquel chico: estaba enamorado de él en secreto y pensaba que no podría vivir sin su compañía. La virginidad parecía que lo excusaba y, mientras la cosa se limitara a su intimidad y los escarceos por internet, consideraba que no tenía que decirle nada a su madre ni a su pareja. En realidad, creía que aquello podría provocar no volver a admirar el cuerpo del hombretón que tanto cuidaba de ella; aunque ambos, a pesar de ser tan religiosos, se mostraran abiertos y respetuosos con la diversidad sexual y libertad de otras personas.

Pero no quería volverse loco, ya llegaría el momento de afrontar las cosas de otra manera. Lo mejor es que ahora ya no llovía y esperaba que su amigo llegara pronto.

Se quitó el Burka y analizó dónde había quedado manchado por el desborde de placer de aquel soldado integrista. Solo había levantado el velo lo justo y tuvo mucho cuidado, procurando tragar el máximo posible, pero el muy guarro se restregó todo lo que pudo. Tenía que arreglar aquello antes de que llegara su mujer, pero sabía lavar a mano y utilizar el secador de pelo diestramente. Eran otros de sus inconfesables secretos; sin embargo, con estos no se jugaba la vida como con sus aficiones sexuales.

Justo ahora, paró aquella llovizna débil.

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