El taumaturgo

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La ermita dedicada a San Antonio estaba abandonada hacía tantos años que ninguno de los lugareños recordaba haberla visto abierta. Se rezaba a sus puertas, alegando la capacidad del santo de conceder deseos o curar enfermedades: de obrar milagros, dicho en cristiano.

La edificación, en muy mal estado, se había empezado a derruir por la parte de la pequeña vivienda que tenía adjunta. Pero los vecinos, en vez de ir a las misas de los pueblos cercanos y a pesar de no haber sacerdote en el lugar, se conformaban con arrodillarse frente a la puerta de la pequeña iglesia, donde a veces aparecían gánigos con leche y frutos de temporada que se dejaban como ofrendas.

Cuando menos lo esperaba alguien, apareció en el pueblo un cura. Se presentó como Antonio y llamaba la atención su envergadura, tan alto que todos lo miraban desde abajo y su cara parecía estar siempre coronada por el astro Sol. Era delgado, enjuto, de rasgos secos y edad difícil de aventurar, por parecer tan sabio y aparentar dinamismo al mismo tiempo. Enseguida se fue presentando a todos y no dudó en pedir ayuda para arreglar la ermita. Nadie se negó a colaborar y, ese mismo día, empujaron el gran portón entre todos y el fondo del lugar santo apareció iluminado por la luz del día, que se colaba por sus ventanales acristalados de vivos colores. Recogieron escombros y le hicieron saber al cura del mal estado de la vivienda adosada, pero eso no fue problema para él; que, sonriente, rechazó todos los ofrecimientos de albergue y se empeñó en dormir cada noche en la propia capilla.

Así, día tras día, todos trabajaron a ratos con el inagotable religioso hasta dejar en perfectas condiciones el sitio. Esa noche, todos descansaron a gusto, imaginando que el propio cura descansaría mejor y pensando que el siguiente paso era adecuar la derruida vivienda del cura.

Pero a la mañana siguiente la puerta no se abrió desde dentro. Don Antonio, el cura, no apareció por ningún lado a pesar de buscarlo todos hasta el agotamiento. Antes de que durmiera el pueblo surgieron todo tipo de especulaciones, pero la conclusión principal se basaba en que don Antonio tuvo que abandonar urgentemente el lugar y, posiblemente, regresaría pronto.

Solo tres días después, cuando la intriga por aquella desaparición empezaba a naturalizarse, apareció en el pueblo el padre Benito. El cura, que decía haber sido asignado por el obispado a la parroquia local, quedó asombrado por el estado de conservación en que los vecinos tenían la ermita de San Antonio. Le habían dicho que estaba en ruinas y, para sorpresa de todos, apareció llena de obsequios de desconocidos e impecable, como si se hubiera dado misa ayer. Poco tuvieron que insistir los vecinos para que aceptara el alojamiento que le ofrecieron y esa misma noche se derrumbó del todo la antigua vivienda que se adosaba a la iglesia.

Don Benito, en su primera homilía, repitió que ni él ni el obispado sabían nada del padre Antonio, que era recordado con tanto cariño en el pueblo. Y también habló del santo, que la iglesia calificaba como «el taumaturgo» que venía a ser algo así como el que practica la magia.

Allí, los vecinos llaman a la ermita «La de San Antonio, el taumaturgo» y, no se sabe muy bien por qué, afirma don Benito, «todos lo tienen bien memorizado y lo pronuncian perfectamente».

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