El tiempo que hace

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«¡Cuánto tiempo sin verte, Ibán!», dijo la doctora. «Ibán con be, ¿verdad?», recordó ella sola.  «Sí, con be de burro. Es que he estado bueno, con be de burro», contesté paciente.

Sí, es verdad, me dijeron que tardé mucho en llorar cuando nací. A pesar de que el médico aquel que me daba de nalgadas parecía que tenía algo personal conmigo, o prisas por ver si conseguía que naciera algo de mejor ver en ese mismo turno. A pesar de que mis padres me dijeron el nombre del partero varias veces, cuando ya era mayor, nunca puse mucha atención y no recuerdo quién era ni le tengo el mínimo rencor; si era preciso llorar para hacer la señal de estar vivo, sin duda le debo esa ayudita.

Yo no nací adrede, fue un capricho de mis padres, y a mi madre le costó una cesárea. A mí me mimaron mis hermanos pequeños, mis padres y mis tíos y mis abuelos. Yo necesitaba mucho cariño y apoyo para todo, y así me fui haciendo mayor.

Ahora todo es un continuo esfuerzo. Me cuesta que mi pareja entienda que tiene que darme mucho mucho cariño; que los jóvenes vean que los mayores merecemos todos los mimos; que el médico me alargue la baja; que me regalen cosas por la cara en las perfumerías o la farmacia, … Que me sigan ayudando los demás, en definitiva, como hacían sin esfuerzo cuando vivía con mis padres y ahora cada vez me cuesta más conseguir. Muchas veces, agota.

El día de la doctora salí de allí con una baja que se alargó más que un periodo vacacional normal, y hasta curado. Tardé tanto que al final regresé al trabajo con ganas y con una sonrisa que solo yo entendía y se me escapaba cada vez que soltaba un «Es que he estado malo…», respondiendo al repetido saludo de los compañeros, que sonaba: «¡Cuánto tiempo sin verte, Ibán!».

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